Sierra de Huelva, Diciembre. Se acaba de levantar la niebla, 5ºC marca el termómetro.
Suenan cencerros y tiros en el monte. Es tiempo de cacerías y como semanas atrás esperaba, colina abajo, la llegada de algún perro cazador. A la retaguardia, voces humanas resuenan entre la vegetación.
Resignado a abandonar mi sesión fotográfica acelero mis pasos hacía el coche. No me apetece terminar la mañana con algún perdigón en el cuerpo. Arranco y tomo la vereda principal, la mal llamada carretera comarcal. Al poco, los sonidos se entremezclan; ladridos, gruñidos, balidos, chapoteos, música de cencerros y voces humanas cada vez más nítidas. Mejor dicho, una única voz cada vez más nítida.
Me aproximo al pequeño puente, bajo el que corre cargado de agua el río más importante de la zona. Acierto a ver desde mi vehículo a un par de perros persiguiendo a algún animal, que asustado cayó al río desde la carretera. Acercándome al borde del puentecillo pude observar la escena. Una borrega con la cabeza ensangrentada lucha por mantenerse a flote mientras los dos canes forcejean en el agua con ella en lo que parece un intento de... ¿ahogarla? La mandíbula del perro de mayor tamaño se agarra con fuerza y tira, y la revuelca, y la empuja, y la hunde, y la vuelve a sacar a flote. Durante algunos minutos se repite la secuencia. La borrega ya está exhausta aunque se aferra a la vida, toca fondo y encalla en el pié de una de las columnas del puente.
Mientras, en mi cabeza, compongo un rápido esbozo de la situación: un par de perros cazadores, ansiosos por agarrar a alguna pieza cinegética se ensañan con esta despistada e indefensa oveja. ¿O quizás perros asilvestrados que hambrientos se atreven con el ganado para sobrevivir al duro invierno?
Entretanto, y como para aclarar la situación, surgen nuevos protagonistas: un cabrero (o borreguero si está mejor dicho así) y sus doscientos borregos.
Monte abajo, entre llamadas y tintineos de cencerros, puedo ver al pastor que aún es ajeno a la historia.
Le aviso de lo que ocurre, se enoja, se lamenta, comienza a pensar...
No hay mucho tiempo que perder. El rebaño no espera. Para colmo, descubrimos a una nueva oveja en el río, más entera pero igual de asustada. Al menos ésta no se halla herida.
El pastor llama a los dos perros, antes de que termine de gritar ya están a sus pies y mis ideas aclaradas. No son cazadores en busca de muerte sino pastores salvando vidas. Como mejor sabían, buscaban sacar a las borregas de tamaña situación. Pero estaban tan bloqueadas, tan asustadas que ni aún así podían salir. Aquel hombre no iba a esperar más.
Repito, Diciembre, recién levantada la niebla. El termómetro marca 5ºC...
Descartados varios modos de solucionar el embrollo: pedradas, gritos, balidos de las compañeras, cuerdas...
La única solución es ir directamente a sacarlas del agua.
Comencé a sentir lástima por aquel pobre hombre de campo. Pantalones, botas y toda la ropa fuera. Ya en calzoncillos busca un lugar entre el cañizal por donde llegar hasta sus dos desafortunadas ovejas.
Hasta mi exageradamente abrigado cuerpo sintió escalofríos al verlo. Pero pronto llegó donde estaban, con esa habilidad que caracteriza a los cabreros. Asiéndolas por las orejas logró sacarlas a tirones mientras sus perros, sus doscientas borregas y yo, le observábamos con admiración.
Ya en la orilla, con las ovejas a salvo pero exhaustas, me pidió ayuda pues era imposible superar el desnivel que había entre el río y la carretera. Aportando mi granito de arena, las llevamos a un lugar despejado donde el tímido sol que empezaba a asomar las calentaría y devolvería a la vida.
Quizás aquella mañana no fuera fructífera en fotografías, ni en observar fauna, pero volví a casa contento y satisfecho. Había conocido a un pequeño héroe de nuestras sierras. Y es que el que vive en el campo está forjado de una pasta especial, y en eso los "forasteros" estamos en amplia desventaja.
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